Artículo publicado en Nueva Tribuna
Publiqué una novela. Con una editorial tradicional. No pertenece a un gran grupo, ni libra guerras de marketing. Funciona con estructura contenida. Publica por convicción, no por cálculo.
Eso, en tiempos de saturación editorial y algoritmos voraces, no es poca cosa. Tener una editorial que cree en tu libro lo justo como para ponerlo en librerías, darle ISBN, editarlo con corrección y decirte “adelante”, es más de lo que muchos autores consiguen.
Y sin embargo, no es suficiente.
El contrato no garantiza el eco
Lo que he descubierto en estos meses es que publicar no significa ser visible. Ni siquiera accesible. En muchas ocasiones, el libro está pero nadie lo sabe. O llega, pero tarde. O simplemente no se habla de él, aunque lo merezca. Porque la visibilidad no la da el valor literario, sino el engranaje.
Organizas una presentación —una biblioteca, reuniones con la directora, un público predispuesto— y tienes que cruzar los dedos para que haya ejemplares. Pregunté dos veces si habría suficientes. Silencio. El día del evento, los 20 libros disponibles volaron. Algunos asistentes se quedaron sin ninguno. No porque les interesara especialmente la literatura, sino porque estaban allí, dispuestos a comprarlo.
Uno cree que eso, en una editorial, se celebra. Pero no hubo ni una llamada, ni un correo para preguntar cómo fue. Ni una disculpa por la falta de previsión. Cuando insistí, me dijeron que la responsabilidad era del librero. Que si no había pedido más, no podían hacer nada.
No lo digo desde la queja, sino desde el aprendizaje. Porque para mí, esto ha sido una escuela.
El autor como motor (aunque no tenga gasolina)
Durante estos meses he escrito a periodistas, críticos, perfiles culturales. He intentado mover el libro por mis medios. Algunos han respondido. Otros no. Algunos lo han mencionado. Otros han preferido el silencio. ¿Es frustrante? A veces. ¿Es normal? También.
Las editoriales pequeñas hacen lo que pueden. Suelo pensar que trabajan con el freno de mano echado, no por desgana, sino por límites objetivos: poco personal, pocos ejemplares, poco margen. Y en ese esquema, el autor es también comercial, community manager, programador de eventos, relaciones públicas. Todo.
Pero eso no lo hace menos autor. De hecho, lo hace más consciente. Y más realista.
No soy un caso aislado
He conocido a otros escritores que viven lo mismo: buena literatura, poca visibilidad. Publicados pero invisibles. No por falta de mérito, sino por la dificultad de hacerse notar sin altavoces grandes. Y sin embargo, seguimos. Porque escribir no es solo publicar. Es también sostener una obra, defenderla, exponerla cuando toca.
Y cuando algún lector te escribe agradeciendo la historia, o un alumno te dice que leyó el libro entero por voluntad propia (por primera vez), sabes que algo está funcionando. Aunque no sea trending topic.
¿Qué espero entonces?
No espero milagros. Pero sí creo en el valor de decir lo que muchos piensan y pocos se atreven a contar: que el camino del autor hoy es complejo, exigente, a veces solitario. Y que incluso dentro de estructuras tradicionales, uno tiene que inventarse su propia forma de estar en el mundo editorial.
Escribo esto porque sé que no soy el único. Porque sé que hay lectores atentos. Y porque —con toda humildad— también quiero dar un paso más: llegar a nuevos públicos, nuevos medios, nuevas editoriales. Que me lean no solo como novelista, sino también como alguien que conoce el terreno. Que lo pisa. Que no se rinde.
Quizá este artículo sea eso: una señal. Una forma de decir “estoy aquí”. Sin ruido, pero con intención de quedarme.
Blas Valentín Moreno
