Réquiem por un campesino español: Un funeral interminable

Réquiem por un campesino español

02 Oct 2025/Blas Valentín Moreno/  Mientras el río fluyeRamón J. Sender

Réquiem por un campesino español: Un funeral interminable

Aprimera vista, parece un librico breve, casi inofensivo. Pero en poco más de cincuenta páginas, Ramón J. Sender logra condensar lo que en Shakespeare exigiría un drama entero. Fue, durante mucho tiempo, lectura obligada en las aulas: desde la EGB hasta el bachillerato. Réquiem por un campesino español es mucho más que una lectura escolar: es un duelo colectivo, un país entero enterrado en el silencio de una iglesia.

«Ese réquiem es también el lamento de lo rural. La Guerra Civil desgarró los pueblos de España, pero el tiempo siguió después su propia siega»

El título lo anuncia: réquiem. No es solo un nombre, es una forma. La novela avanza como una misa de difuntos: cada palabra, cada recuerdo, funciona como parte del ritual. El monaguillo, el cura, el altar… todos cumplen su papel. Pero lo que allí se entierra no es solo a Paco, el del molino, sino a toda una forma de vida segada entre fusiles, bandos y rencores. Sender convierte la ceremonia en literatura y a nosotros en feligreses de un funeral que no termina nunca.

Ese réquiem es también el lamento de lo rural. La Guerra Civil desgarró los pueblos de España, pero el tiempo siguió después su propia siega. En las páginas de Sender, el campesino muere en nombre de unas ideas; en nuestra memoria reciente, el campesinado fue desapareciendo, arrinconado por las máquinas, las ciudades y el abandono. Y sin idealizar aquella vida dura y precaria, lo cierto es que con su marcha se apagó también un mundo de vínculos, de ritmos y de memoria que no hemos sabido reemplazar. Sender escribió con pólvora y fusil; nuestra época escribe con segadora y con pantalla. Distintos instrumentos y la misma fractura de lo humano y lo rural.

«En el eco de ese réquiem no muere un campesino, sino un mundo entero que seguimos enterrando, generación tras generación»

La aparente simplicidad de la novela —su concisión, su lenguaje sin adornos— es otro de sus engaños. En realidad, es una obra de precisión quirúrgica: cada frase es un corte limpio que deja expuesta la verdad. No hay exceso, no hay digresión, no hay escapatoria. Esa desnudez hace que Réquiem no envejezca: porque no se apoya en consignas, sino en preguntas que nos persiguen siempre —la lealtad, la memoria, la traición—. La escena de la confesión, previa al fusilamiento, también me persigue.

Por eso, todavía hoy, este breve réquiem sigue resonando. Porque su brevedad no es ligereza, sino filo. Porque su duelo no es solo histórico, sino humano. Porque en el eco de ese réquiem no muere un campesino, sino un mundo entero que seguimos enterrando, generación tras generación.

Cada lector que lo abre, asiste, una vez más, a un funeral interminable. Y en ese eco reconocemos no solo el entierro de un campesino, sino el nuestro: el de una España que nunca termina de hacer las paces con sus muertos.

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