De la traición y el desencanto: anatomía moral de una democracia cansada

José Luis Ábalos ha dormido en prisión. El hecho es tan impactante como revelador. No porque fuera impensable (hace tiempo que el límite de lo impensable se ha vuelto borroso), sino por lo que expone: que ya ni el blindaje del partido, ni la inercia del poder, ni la astucia mediática bastan para encubrirlo todo. En un tiempo no tan lejano, esto habría sido un terremoto político. Hoy, es solo otro desprendimiento en una democracia cansada.

Podría hablarse de corrupción, y se haría bien. Pero hay algo más profundo que asoma bajo las alfombras del caso Koldo y el ocaso de Ábalos: la traición. La traición entendida no como gesto puntual ni como deslealtad personal, sino como principio estructural de una política que ha olvidado la virtud. Traicionar es el verbo que más se conjuga en los pasillos del poder. Se traiciona al partido, al votante, al amigo. Y, sobre todo, se traiciona una idea del bien común.

Montaigne escribió que “los que compran a los traidores los ahorcan luego con la bolsa colgada al cuello”. El problema es que ya nadie se escandaliza. El traidor no solo sobrevive: se recicla, se premia o se olvida.

Alfonso Fernández Tresguerres escribió que el traidor no es simplemente quien cambia de bando, sino quien desmiente lo que dijo creer. Bajo esa luz, Ábalos es más que un exministro en desgracia: es el símbolo de una promesa rota. No por ser el único, sino por encarnar una lógica sistémica. Lo que se traiciona, una y otra vez, es la posibilidad de confiar.

Y no se trata solo del PSOE. El Partido Popular ha salido a la calle con una indignación masiva que, si fuera ecuánime, también debería mirarse al espejo. Porque el problema no es de siglas, sino de códigos. No hay un partido limpio: hay una cultura institucional que ha normalizado la hipocresía como estrategia, el clientelismo como método y el descrédito como precio aceptable del poder.

VOX canaliza un malestar real, pero lo transforma en simplificaciones agresivas y relatos de confrontación. No busca regenerar el sistema, sino un repliegue identitario que rechaza los equilibrios constitucionales. Promete orden a costa de erosionar el disenso, que es precisamente lo que da valor a la democracia.

Podemos y Sumar llegaron prometiendo otra política, pero se han visto atrapados en personalismos, purgas internas y estrategias más retóricas que transformadoras. Y los partidos nacionalistas, lejos de aportar cohesión, han usado su fuerza institucional como instrumento de presión, priorizando intereses propios sobre un proyecto compartido.

La democracia, así, se degrada en su sentido original. Ya no es un pacto de confianza entre ciudadanos y gobernantes, sino una teatralización de lealtades fingidas. Y cuando la traición se vuelve rutina, sobreviene el desencanto. Ese cansancio cívico que no estalla, pero erosiona; que no grita, pero abandona las urnas o vota con rabia.

Decía Tresguerres que toda traición deja un sedimento de decepción que, con el tiempo, se convierte en escepticismo moral. Y eso es lo que vemos hoy: una sociedad que no espera demasiado, que desconfía por sistema y que contempla el poder como se observa una partida amañada. La tristeza política consiste en eso: no en la denuncia, sino en la resignación. Como escribió Spinoza, la decepción no nace de lo que no será, sino de lo que se torció. Y esa es quizá la herida más difícil de curar: la de haber creído.

Tal vez el reto no sea solo cambiar nombres, ni juzgar a unos para que otros parezcan mejores. Tal vez el reto sea más radical: volver a preguntarnos qué es la virtud pública, qué exigimos de quienes nos representan, qué estamos dispuestos a no tolerar. Porque, al final, ninguna democracia muere de un caso aislado de corrupción. Muere de una ciudadanía que deja de esperar decencia.

Eso —y no otra cosa— es lo que está verdaderamente en juego.

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